Cada día podemos constatar como en nuestra sociedad se considera una
cosa perfectamente natural que entre los seres humanos hayan presas y
predadores, y que, socialmente, los predadores gocen de una mayor
consideración respecto a sus víctimas. Hay un pequeño detalle, que es
necesario considerar: que entre nosotros existen - o quizás deberían
existir - leyes diferentes a la despiadada ley de caza y captura. En esto
movedizo terreno, donde no podemos establecer ninguna certidumbre a priori
sobre los derechos fundamentales del hombre, es donde el Vampiro funda su
reino.
El Vampiro necesita la Vida, ya que su presa es la energía vital, la
energía que late, que corre, que viene de una fuente invisible y que se
manifiesta a través de la vitalidad, la alegría, el entusiasmo, el amor,
la confianza, el afecto, la armonía, las cosas delicadas. Los
sentimientos. Estas son las exquisiteces que hacen temblar al Vampiro, y
que excitan su hambre.
Nuestro instinto, como seres que pertenecemos a la raza humana, y no a
la de las fieras, conoce a la perfección que es la energía vital, sabe
que es esa fuerza que nos permite progresar, que alimenta la vida y que,
por eso mismo, es sagrada. Dar libremente energía a las cosas de la vida
es una cosa; otra cosa muy diferente es aceptar que nos la roben.
Entre otras cosas, uno de los peores dramas del juego vampírico es que
el predador tiene muchísimas posibilidades de transformar en Vampiros a
sus víctimas, ya que alguien que se ve privado brutalmente de la fuerza
vital se verá obligado a hacer lo mismo con otros inocentes, creyendo,
equivocadamente, que de esta manera recupera el propio patrimonio
energético. Los padres-Vampiro no podrá sino actuar para transformar los
hijos en Vampiros, y los socios, el amigo, el colega-Vampiro quitará la
energía al otro empujándolo a usar artes vampíricas con otras personas,
o elegirá con él los ámbitos en los que ser predador y aquellos en los
que actuar como presa.
El pirata, el bárbaro, el malo, sólo miran exclusivamente a las
riquezas materiales y no tienen ningún escrúpulo en aniquilar
físicamente los seres humanos que se interponen entre ellos y su botín.
El Vampiro, sin embargo, sin desdeñar las ventajas materiales, mira
sobretodo a las riquezas energéticas de los seres vivientes, y con ellas
quiere nutrirse para siempre.
La cosa más absurda de este absurdo juego es que el Vampiro que ha
sustraído la energía a un igual suyo no podrá rejuvenecer de ninguna
manera: la suya es una acción forzada, que le da alguna satisfacción, a
menudo ventajas materiales, quizá acceso a alguna forma de poder, pero
que no puede llenar su vacío energético, su hambre perenne. Así pues el
Vampiro es un ser cerrado en su propia ilusión: cree que quitándole las
energías a los otros él finalmente será - pero el máximo resultado que
puede conseguir para él mismo, si le va bien, y normalmente le va bien,
es que los otros también entren en su ilusión y se convenzan que él es.
Pero él, de hecho, no es. Es sólo un iluso que se permite el lujo de
llamar ilusos a los otros, y que a menudo se propone como ejemplo de
concreción, de pragmatismo y de pensamiento positivo. Y sin embargo, es
siempre una nada absoluta. Una Nada que aspira a dominar.
La convivencia entre Vampiros y seres humanos no será nunca pacífica:
o se identifica y se aísla el fenómeno vampírico, o estamos destinados
a sucumbir al mismo. Esto es exactamente lo que ocurre en realidad, bajo
los ojos de todos pero sin que nadie se dé cuenta.
El Centro AntiVampiros nos quiere acompañar en el descubrimiento de
dimensiones y aspectos desconocidos de la realidad cotidiana que habían
escapado a nuestra atención, indicando de esta manera cómo está
difundido el fenómeno del vampirismo y subrayando que su amplitud que ha
alcanzado y el hecho que haya penetrado tanto en la realidad no son
suficientes para hacerlo legítimo.